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El día de Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo, constituye para la Iglesia su nacimiento y, para todo cristiano y cristiana, alcanzar la realización total en que seremos “todos, todo en Cristo”. Un acontecimiento fundamenteal, porque, es el día en que la promesa de Jesús quedarse en medio nuestro en comunidad, ser testigos de su evangelio y hacer fecundas nuestras obras, encaminando los pasos de la historia de la humanidad, hacia una humanidad nueva que alcance la plenitud de su vocación, es decir, la plena manifestación de la felicidad y realización, tales como, vivir en auténtica justicia, equidad, paz y amor.
El Espíritu de Vida en Cristo Resucitado impregna toda la vida y misión de la Iglesia, da fuerza vital y fecunda a través de toda su obra: la escucha y el anuncio de la Palabra, su Evangelio, la oración y los sacramentos, sus obras de servicio en la caridad a los que sufren y, a través de todo esto, la instalación paulatina del Reino de Dios, que es un mundo nuevo y transfigurado hacia el que converga la obra humana y la acción de Dios.
En estos tiempos de tanto dolor y sufrimiento, han surgido variadas interrogantes acerca de las causas de tanto mal que aparece como un escándalo, frente a un ser huamano con tantas potencialidades y a una creación tan rica y maravillosa. Los cristianos testimoniamos, a la luz de esta verdad acerca del Espíritu de Dios, que Él está haciendo todas las cosas nuevas y bien, siempre y paulatinamente. El evangelio de San Juan habla acerca de la obra del Espíritu para enfrentar la fuerza personalizada y desgarradora de la maldad y el pecado, que le ha infningido un daño, no sólo al ser humano, sino también a la creación, trastocado la armonía de ésta y de la interioridad del hombre; pero, por lo mismo, le permite descubrir la grandeza y gratuidad de la Gracia, a la que tiene acceso toda la humanidad en sus diversas obras como la ciencia, la cultura, los sistemas políticos y económicos reoriéntándo todo al bien.
No hay mejor testimonio de la comprensión de Jesús respecto del pecado, que no sea cuando lo interpreta a la luz de la acción del Espíritu Santo, para indicar la profundidad y naturaleza del mismo pecado y sus implicancias universales y los efectos y consecuencias en el mundo y en las obras del mismo hombre. Toda esta obra del Espíritu testimoniado en la “Escritura, Evangelio” lo acoge san Juan Pablo II en una sus encíclica Dominum et Vivificantem (DV), en la que aborda el misterio del pecado que tanto mal le hace a la obra de Dios y a la obra del hombre, por lo que requiere una acción de la misericordia del Padre.
A la luz de Juan 16, 8-11, acerca del Espíritu que convence al mundo en lo referente al pecado, a la justicia y al juicio. Pecado en cuanto a la incredulidad (cerrazón), justicia, decisión definitiva por la gloria de la resurrección y ascensión al Padre, y, el juicio (condena) en el que se revelará la culpa del mundo por la Cruz, con lo que “se abren amplios horizontes para la compresión del pecado así como de la justicia”, dicho por Jesús en contexto eclesial, inscrito en la era de la Iglesia, es decir, “a lo largo de cada generación y de cada época” (DV 28-29), misión tan nítidamente expresada en toda la vida y la enseñanza de la Iglesia.
En sentido más amplio, el “convencerá al mundo del pecado”, comprende también “el conjunto de los pecados de la humanidad” (pecado social), como así mismo, “que cada pecado, realizado en cualquier lugar y momento hace referencia a la Cruz de Cristo ... a quienes no han creído en Él”; por otra parte, en contexto pascual, el convencer al mundo de su pecado, “no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo” (Juan 3,17; 12, 47). Convencer “llega a ser a la vez un convencer sobre la misión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo” (DV 29.3, 31; Hech. 2, 37 ss.).
La pregunta clave a este punto es: quién puede convencer al mundo, al hombre y a la conciencia humana de su pecado sino el Espíritu Santo, esto porque “Él es el Espíritu que sondea hasta las profundidades de Dios”, porque “no basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios” (DV 32, I Cor 2,10), en síntesis, “el misterio de la iniquidad” (II Tes 2,7), en relación con la Cruz de Cristo, “es identificado por la plena manifestación del misterio de la piedad” (I Tim 3,16), como canta la Iglesia en la noche más santa de su liturgia, la vigilia pascual: “oh! feliz culpa que nos mereció tal redentor”(Pregón pascual). Obra maravillosa, entonces, del Espíritu del Resucitado que nos permite renovar nuestra fe y esperanza, incluso, en momentos difíciles y de prueba, como los que estamos viviendo; con la certeza puesta en la palabra de Jesús: “Yo estaré con ustedes, todos los días, hasta el fin de los tiempos”.